lunes, 15 de junio de 2020

PLAY STORE: JXJ.ARGENTINA

 Por Mariano H. Gutiérrez

Nacho no le quería blanquear a su mamá que ya no soportaba más y había dejado el trabajo. Un trabajo de mierda, pensaba. Indigno. Tratando de convencer a gente que compre cosas, que pague cosas, sobre las cuales él en realidad no podía dar ninguna garantía, cosas que seguramente la gente no necesitaba. Pero la empresa sí necesitaba que sean compradas. ¿Qué empresa? No importa. Podía ser cualquier empresa. Y estaba claro que muchas no funcionaban porque a veces de casualidad llamaba a alguno que ya era cliente de tal o cual y debía escuchar sus insultos. 
Nacho había soñado con algún trabajo que además de permitirle una existencia más o menos satisfactoria sea digno. No le gustaba tener que sentir que cagaba a la gente. Y a veces sentía eso. A veces soñaba con ser paseador de perros. Pero la verdad es que nunca había tenido un perro, así que tampoco tenía mucha experiencia con eso. Encima Juampi, que se había metido en el mismo trabajo al mismo tiempo que él, le había encontrado la vuelta. Decía que había que maltratar a la gente, y la gente compraba más. Por alguna razón a Juampi le funcionaba. Pero Nacho no quería hacerlo y sabía que si lo hacía tampoco iba a funcionar.
Así que trato de esquivar a su mamá esa mañana cuando salió de su casa. Se fue a la plaza, para enganchar el wifi del bar, al que había ido una vez, específicamente a tomarse algo para pedir la clave del wifi, y poder usarlo desde el banco de la plaza. Se puso a ver videos de youtube. A chatear un poco con amigas, a dar likes en Instagram, pero pronto el tedio le ganó. Pero en el fondo estaba dando largas al asunto, hablar con su vieja. No podía seguir tan al pedo en la vida, se repetía. Y la plata en la casa no sobraba. No era de esos pibes que podían vivir toda la vida sin trabajar. Y tampoco se lo había planteado.
En el muro de @lunaluminosa, Gabi contaba exultante como fue su experiencia con la APP de JxJ.Argentina.  Todos sabemos que en las redes la gente engaña un poco, muestra su mejor lado, o su peor lado, en fin, las experiencias contadas pueden diferir levemente de las experiencias vividas, “los objetos en el espejo pueden estar más cerca de lo que aparecen”, recordó con ironía. Así que Nacho siguió el hilo, un poco incrédulo. Luego, encontró la experiencia interesante.
Para el mediodía volvió a la casa decidido a contarle a la vieja que ya no trabajaba más de telemarketer. No le quedaba otra. Tampoco podía estar todo el día en la plaza.
Nacho! Hijo, que hacés acá?
–MMM. Es que ya no laburo más de telemarketer, Ma. Le escupió de una. Él pensaba que iba a ser una conversación larga, y con muchas vueltas, pero súbitamente, ante la pregunta, le salió así, de una- No aguantaba más. Es un trabajo de mierda. Trabajás de cagar gente.
La madre de Nacho lo miro unos segundos, se llevó la mano a la cara y abrió la boca, exagerando, tal vez, la sorpresa:

–¿Y ahora? 
–Voy a ver voy a conseguir otra cosa.
–No está fácil, Nacho ¿Qué pasó?
–Nada. Me pudrí. Era un laburo bastante indigno, má. Me estaba quemando la cabeza.
La madre de Nacho no dijo una palabra más y empezó a preparar el almuerzo para los dos. Pero mientras más pesado era él silencio, más crecía su preocupación, y Nacho podía sentirlo.
Cuando ella apoyó los dos platos sobre la mesa, Nacho no aguantaba más el silencio. Y recordó la experiencia de @lunaluminosa. No lo había pensado antes, pero podía hacer lo mismo, y ganarse algunos pocos pesos.
–No te preocupes, má, esta semana ya tengo para ganarme unos mangos, es temporal. Pero son unos mangos. Y lo puedo hacer todos los meses.
–¿Qué? ¿Hacer qué, Nacho?

No pudo evitar preocuparse, aunque otra vez, tal vez exageraba su gestualidad.

–Puedo ser jurado en un juicio.
–Eh?? ¿Qué es eso, Nacho? ¿Vas a trabajar en Tribunales?
–No, ma. No, no. Viste como en las películas de abogados, que hay un juicio y al costado hay doce personas que deciden si es culpable o inocente ¿viste? Bueno, eso, ser un jurado. Uno de esos.
–¿Pero eso es un trabajo, Nacho?
–No, no, Má. No es un trabajo. Pero te podés anotar y te dan unos dos mil pesos por juicio. Te pagan por el tiempo que perdés, entendés. No es mucho, pero una vez por mes ayuda.
–¿Y cuanto tarda un juicio?
–Mirá creo que menos de un día. Tengo que averiguar, pero bajo la APP y te dijo. Nada muy complicado.
–¿Pero qué sabes vos de derecho, hijo?
–Má, no hay que saber de derecho, justamente, si sos abogado no podés participar. Buscan el sentido común, lo que piensa la gente normal, o sea, que no es abogada, como vos y yo.
–Bueno, no sé, Nacho. No sé si eso es seguro. No sé si estoy de acuerdo.
La vieja de Nacho nunca iba a estar de acuerdo. Ella se creó en la era analógica, y todo lo digital le parecía raro.
El almuerzo transcurrió luego por otros temas, gracias a una intuitiva pero hábil guía de Nacho en la charla, que evitaba a toda costa más preguntas sobre el tema. Después lavó los platos, cosa bastante inusual, y subió a su cuarto.
Buscó la APP. JxJ.Argentina. La instaló. Había un montón de términos y condiciones que por supuesto nadie lee, e hizo como todo el mundo, apretó “acepto”.
Primero le hizo saber que de allí en más todo lo que iba a decir era declaración jurada y que si mentía, estaría cometiendo un delito y sería  juzgado. No dejó de sonreír ante la ironía. Luego le preguntó el DNI, y varios datos personales, que incluían preguntas de a donde había ido ese día, por ejemplo. Todo el proceso de verificación completaba con una selfie, donde se comparaba el rostro con las bases de datos biométricas y finalmente, la huella digital. Sí, no era para cualquier celu, pensó Nacho. Hay que tener un celu más o menos bueno.
A partir de ahora usted va ser jurado. Es una carga pública de la mayor importancia. Las personas que usted verá son reales. Y las decisiones que Usted tome deben ser tomadas con reflexión y responsabilidad.
CANCELAR | ACEPTAR
Si usted usara el sistema de cualquier forma fraudulenta, o tomara una decisión sabiendo que falta a la verdad, será punible por el artículo…” Bla bla bla.
CANCELAR | ACEPTAR
Si usted tiene 5 horas de su tiempo disponibles hoy, puede comenzar a cumplir su deber ciudadano como jurado. Si no, permanecerá en el registro y se le notificará la fecha de algún juicio próximo y podrá aceptar o no en esa fecha. Recuerde que deberá contar con el menos 5 horas de su día para aceptarlo.
Caramba, eso era rápido. Sí ¿por qué no hoy mismo? La verdad es que no tenía nada para hacer y esto estaba poniéndose interesante.
COMENZAR HOY | OTRO DÍA
Preguntas para seleccionar el jurado:
Usted se siente identificado con la frase “a los negros hay que matarlos a todos”
SI / NO
La verdad es que la frase puede haberla dicho alguna vez, pero claramente no lo pensaba en sentido literal. Es más, si lo decía, lo decía irónicamente. A veces cargando a su amigo “El Negro”. Así que
NO
Usted piensa que los extranjeros vienen todos a robar
SI / NO
Una vez más. No TODOS los extranjeros venían a robar, aunque claramente algunos lo hacían.
NO
Usted piensa que una persona por ser pobre, tiene más propensión al delito
SI / NO NECESARIAMENTE
Que se yo, pensaba Nacho. Tal vez. Tal vez si yo fuera pobre y no tuviera un mango robaría algo, de la verdulería, de la panadería. Seguro que hay más ladrones entre los pobres, pero tampoco por ser pobre significa que sí o sí vas a robar.
NO NECESARIAMENTE
Ud, ha pasado el priceso de selección de forma exitosa. Ha sido seleccionado como jurado para el juicio: “Galván, Nestor s/robo calificado” [foto del acusado].
¿Conoce Ud. A esta persona? La foto era muy mala pero Nacho estaba seguro de no conocerlo.
NO  |  SI
El fiscal acusa a Néstor Galván de robo con el uso de armas. Para el imputado el fiscal solicita una pena de diez años de prisión.
La defensa plantea que no se ha probado que el autor del robo fuera Néstor Galván. Y que tampoco se ha probado que el arma de fuego pudiera disparar. Solicita la absolución (declaración de inocencia) o, si no, la condena por robo simple (sin armas), a tres años de prisión.
A continuación se dará comienzo al juicio. Ud. Verá ocho (8) videos.
1)     El planteo fiscal
2)     El planteo de la defensa
3)     Tres testigos.
4)     La acusación Fiscal
5)     La contestación de la defensa.
6)     La declaración final del imputado.
Durante los videos las notificaciones de otras aplicaciones de mensajería instantánea quedarán bloqueadas. No podrá distraer la vista más de 5 segundos por video. Tras cada video se le harán preguntas de circunstancias no relacionadas con el hecho, a los efectos de verificar si prestó atención.
Tiempo aproximado: una hora y media.
CANCELAR | ACEPTAR
El planteo del fiscal resultó algo alambicado y aburrido, pero le quedó claro de qué se trataba. Unos tipos pararon a un colectivo a punta de armas de fuego, se subieron, el colectivero dejó abierta las puertas, y la mayoría de la gente salió en estampida por la puerta de atrás. Un policía que estaba de civil se abalanzó contra uno de los ladrones, hubo un disparo. El ladrón y otros con él salieron corriendo. Un tipo quedó adentro. El fiscal afirmaba que él era uno de los ladrones. Nacho estaba seguro de que había sido el autor.
CONTINUAR
La defensa decía en su video que el acusado venía de trabajar como todas las noches en una pizzería de Constitución. Que cuando vio el evento, Néstor, digámosle por su nombre, se abalanzó contra uno de los ladrones para impedir que usara el arma. Luego todos los ladrones salieron corriendo y Néstor quedó solo en el colectivo. Ahora Nacho estaba más inclinado a pensar que Galván había sido víctima de una confusión. No era del todo improbable.
La cosa estaba resultando interesante.
CONTINUAR
El policía declaró más o menos los hechos que ya había dicho el fiscal, no pudo asegurar con certeza que el imputado fuera cómplice, pero el hecho de forcejear y atacar a uno de los pasajeros parecían indicarlo como uno de ellos. Una voz en off le preguntaba por detalles y el policía respondía con aplomo, pero con bastante mala memoria.
CONTINUAR
El colectivero tampoco fue muy claro en señalar a Néstor, contó los hechos generales. La voz en off le preguntaba por detalles, pero no podía saber con exactitud si Néstor se había subido en Constitución o no.
CONTINUAR
El Testigo J.P.A. era pasajero en el colectivo. Le pareció que un sujeto con campera de cuero negra atacó a un pasajero. La voz en off le preguntó si podía reconocer al imputado y dijo que no estaba seguro, que podía ser. Si. Estaba todo bastante confuso. No quedaba claro que Galván fuera el autor. No era muy raro que dos personas en un colectivo a la noche, pudieran llevar campera de cuero negra.
CONTINUAR
El Fiscal volvió a hablar y recordó que el imputado vestía campera de cuero negra al momento de su detención. Y mostró la foto que así lo comprobaba. Dijo, palabras más, palabras menos, que había prueba suficiente para considerar a Néstor Galván cómplice del hecho, culpable.
CONTINUAR
El defensor volvió a hablar y dijo, palabras más, palabras menos, que su defendido no había sido y que se trató de un error del policía, ya que ninguno de los testigos lo había señalado claramente. Dijo que al tratarse de un proceso de flagrancia no tuvo tiempo para ubicar a los dueños y compañeros de la pizzería, que por la crisis había cerrado esos mismos días. Que habría que haberse esperado a encontrar a esos testigos. Que el fiscal no le hizo lugar a la prueba, es decir no la pidió, y la defensa no pudo investigar porque no tenía cómo tampoco. Que el imputado habló de una billetera que dijo, que antes de abalanzarse sobre los ladrones, escondió su billetera entre el asiento y la carrocería del colectivo. Y que esta prueba era crucial, porque ningún ladrón subiría y escondería primero su billetera, los ladrones ni siquiera llegaron a tomar asiento, encararon al colectivero a punta de pistola. Pero que cuando pidieron esa prueba en la etapa de investigación, les dijeron que el colectivo había sido secuestrado y luego entregado a la semana a la empresa. Que podrían haberlo hallado de poner empeño, pero como era un proceso de flagrancia, tampoco le hicieron lugar. Y que ante la duda, se debe juzgar como no culpable.
 Nacho se sintió levemente reconfortado por estas palabras porque tampoco le quedaba muy claro que las pruebas fueran muy claras.
CONTINUAR
Entonces habló Néstor Galván, el imputado. Era evidentemente paraguayo o correntino, por su acento. Titubeaba al hablar. Estaba visiblemente nervioso. Contó que trabajaba en la pizzería de Constitución pero tampoco fue muy claro en indicar cuál. La pizzería cerró por esos mismos días. Que él no era ladrón. Que él sólo quiso ayudar. Que por qué estaba ahí. Que él tenía hijos en Paraguay pero vivía sólo. Por eso nadie pudo ubicar a los compañeros de la pizzería. La voz en off le preguntó si tenía algo más para agregar, se le notó ansioso por decir que sí, pero dijo que no.
CONTINUAR
Ahora usted debe tomarse el tiempo que sea necesario para decidir si según su percepción, tomando en cuenta todas las pruebas, el imputado es autor del hecho que el fiscal indicó o no. Tiene cuatro horas para tomar una decisión. Recuerde que si sabe que la decisión es falsa o a sabiendas incorrecta, podrá ser sancionado.
ACEPTAR
Ya votaron 6 de los 12 jurados ¿Quiere ver los votos de los otros jurados?
Intuitivamente Nacho pensó que no debía dejarse influenciar, asi que apretó NO. Pero inmediatamente se arrepintió porque él mismo no estaba seguro.
El tipo, el imputado, titubeaba demasiado. No se le entendía. Iba y venía en el relato. El policía en cambio, parecía muy seguro. Y si fuera cierto lo de la billetera ¿cómo podía ser que nadie la había buscado? La historia de la pizzería y la billetera parecía un poco rebuscada. Por otro lado, el imputado no parecía un tipo muy instruido, y lo de andar con campera negra de cuero no cerraba. El pasajero que declaró dijo justo que había visto que uno de los ladrones tenía campera negra de cuero. Ahí está, lo abrocharon, pensó, Nacho.
Y 10 minutos después de haber visto el último video, Nacho votó.
CULPABLE  | NO CULPABLE | TENGO UN PROBLEMA 
Al día siguiente recibió una notificación y se sintió reconfortado al saber que el resto del jurado votó como él. Eso confirmaba sus sospechas. Automáticamente el pago fue depositado en su cuenta de banco. Pero eso fue absolutamente secundario. El mes que viene volvería hacerlo. Ahora a buscar un laburo.
Galván fue condenado a 10 años de prisión. Nacho, ni ninguno de sus jurados supo sobre lo que le pasó a la esposa de Galván o a sus hijos esos años. Cuando le dieron la libertad condicional a Galván tras siete años y medio, se atrasó un mes más su salida porque no tenía su DNI. Había quedado en la billetera.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Estereotipos y resiliencias


Por Fernando Gauna Alsina

Nosotros tenemos la alegría de nuestras alegrías. Y también tenemos la alegría de nuestros dolores. Porque no nos interesa la vida indolora que la civilización del consumo vende en los supermercados. Y estamos orgullosos del precio de tanto dolor que por tanto amor pagamos. Nosotros tenemos la alegría de nuestros errores, tropezones que muestran la pasión de andar y el amor al camino. Tenemos la alegría de nuestras derrotas porque la lucha por la justicia y la belleza valen la pena también cuando se pierde. Y sobre todo tenemos la alegría de nuestras esperanzas en plena moda del desencanto, cuando el desencanto se ha convertido en artículo de consumo masivo y universal. Nosotros seguimos creyendo en los asombrosos poderes del abrazo humano.

Eduardo Galeano

Trabajo hace más de veinte años en el Poder Judicial. En tribunales. Así solemos llamarlo con familiaridad y cariño. Y no está mal. Que le tengamos cariño digo. Le –nos– pueden caber muchas críticas, podrá hacernos renegar, y en ocasiones doler, pero no deja de ser ese lugar donde pasamos una enorme parte del día. Y en mi caso, con muchos matices –y algunas recaídas–, tengo la suerte de hacerlo con alegría.

Compartí tiempo –y lo sigo haciendo– con gente enorme, valiosa y con sobrada empatía. Que sabe muy bien que la justicia penal no se trata de conceder o rechazar beneficios, sino de un verdadero servicio que, aun con pequeños gestos –un trato adecuado en mesa de entradas, una respuesta cálida a una persona privada de libertad que se comunica por teléfono o la escucha atenta de inquietudes, reclamos y llantos–, es capaz de reducir esa cuota intensa de dolor que el sistema penal reparte a mansalva sin preguntar, sin pedir permiso. Muchos/as de ellos/as son hoy amigo/as de la vida.

Aún así nunca pasé un día sin que me sintiera un extraño. Sin que me replanteara si tenía sentido continuar ahí. No soy más que nadie –ni menos que ninguno diría una jueza amiga– pero no está muy extendida la mirada crítica. Para una gran mayoría, si una persona fue detenida por algo habrá sido. No hay selectividad, no hay distribución desigual de castigo, ni otras formas de resolver los conflictos.

Tuve muchas –demasiadas– discusiones. Algunas buenas, con personas que quiero, y otras no tanto. No es sencillo convivir a contrapelo. Y yo no soy fácil. Vivo las cosas con pasión, y algunas veces me cuesta encontrar las palabras más adecuadas. Sobre todo, cuando un caso, una noticia o una fake news pone el debate en boca de todos/as, a toda hora y en todo lugar. No es saludable ser disidencia –garantista– en esos días.

Hace un par de años me tocó intervenir en un hecho gravísimo. Tristísimo. Tres chicos de 17, 15 y 13 habían sido detenidos por el homicidio de un policía. Le robaron el auto, descubrieron que era miembro de una fuerza de seguridad, y el más joven de ellos –el de 13– lo mató a quemarropa.

La suerte del caso estaba echada, y no admitía finales alternativos. Estaban perdidos. Eran irrecuperables. Ninguna acción del Estado –que no sea la privación de libertad– podía torcer –enderezar– sus destinos.

No le quité –y ahora tampoco– mérito al hecho. Era gravísimo. Ya lo dije. Los tres pibes merecían un reproche. Y bastante severo. Pero me resistía a la idea de la prisión o a la de cualquier otro eufemismo –la internación–, cuyo exclusivo desenlace sea el encierro. Todavía eran niños. El primer contacto con el Estado –en todas sus vidas ausente– no podía ser el encarcelamiento.

Me tocó participar de una audiencia con el más pequeño. El de 13. El que había matado al policía. Lo invité a sentarse, y noté que sus pies no alcanzaban el suelo. Que habría ocurrido en su vida –me pregunté– para que a tan corta edad tuviera un arma y disparara sin dudar, a sangre fría. Al finalizar la audiencia, no lo pensé demasiado –o quizás sí–, y me hice la pregunta en voz alta. Lo que, naturalmente, dio pie a una nueva discusión.

No me molesta dar el mismo debate. Tampoco efectuar las aclaraciones obvias. Que pienso en el dolor de las víctimas, y que no descarto que estos hechos merecen un reproche, pero que no puedo dejar de pensar en que tenemos que ofrecer respuestas más razonables –y constructivas– que la cárcel. Sobre todo, frente a pibes tan jóvenes.

Sin embargo, de vez en cuando me agota estar del otro lado. Del que disiente, que va contra la corriente, que sólo piensa en las y los delincuentes, y que alguna vez –y hago un fuerte mea culpa– le arruina un momento, un almuerzo, al resto. Y ese día, precisamente, el cansancio me ganó.

En medio del debate –y luego de oír en reiteradas veces que no me ponía en el lugar de las víctimas–, me avisaron que la señora del policía estaba en mesa de entradas. Ahora te quiero ver, alguno me dijo. Y no lo tomé a mal. Yo también me quería ver. Qué le podía decir –yo ¡un garantista!– a una mujer a la que un día antes le habían arrebatado a su compañero de vida.

Imaginé distintos escenarios, ensayé mil respuestas, y me decidí por una de ellas. Pero cuando la tuve enfrente no pude hablar. Tenía los ojos llorosos. Estaba destruida. Automáticamente, me invadió el comentario –la acusación– de que nunca me ponía en el lugar de las víctimas. Por lo que no la dejé pronunciar una sola palabra, y le dije que se quedara tranquila, que los tres jóvenes –los responsables del homicidio– estaban detenidos y que por un buen tiempo no iban a salir.

Levantó la mirada, y sin titubear me dijo: Yo no quiero eso. Y mi marido tampoco lo hubiese querido’’. Me contó que era docente, que conocía la realidad de los barrios, y que estos tres pibes –niños mencionó– merecían otras alternativas. Que aún estaban a tiempo de llevar otra vida, y no podíamos robarles esa oportunidad.

Le di mi impresión del caso, hablamos un poco de la vida, y se fue. No la volví a ver. Pero recuerdo siempre esas palabras, que recojo como un mensaje de paz, cuando me estoy a punto de agotar.  

sábado, 17 de marzo de 2018

Música para mis oídos

Desde hace un tiempo vengo algo desganado. Varias discusiones me dejaron knock out. Me prometí, cual domingo a media mañana de resaca, que no volvería a discutir.
Ayer por la tarde, camino a la facultad de derecho, un tachero me preguntó a qué iba, qué hacía. Con algo de miedo, le di algunas respuestas. Ninguna clara, ninguna certeza. No quería volver a oír los mismos argumentos o, mejor dicho, las mismas defensas respecto de Chocobar o cualquier otra justificación de violencia.
El tachero siguió preguntado y tuve que confesar. Le conté a qué iba, qué hacía, para quién trabajaba y para qué lo hacía.
Para mi sorpresa, y la de mis prejuicios, su rostro no cambió, no tomó distancia, ni me miró como un pibe repleto de sueños abstractos que no conoce la calle ni la realidad social. Qué se yo. Hasta mis afectos más cercanos alguna vez lo han hecho.
Me habló de la bondad de las flamantes universidades nacionales y de la oportunidad que le dieron a sus hijos, que hoy son profesionales. Me contó que el derecho es una cuenta pendiente, que pensaba saldar. Y por si fuera poco, se explayó con elocuencia sobre el funcionamiento del sistema penal, que ningún pibe nace chorro, y que era ridículo enfrenta la delincuencia con más violencia.
Llegamos a la puerta de la facultad. Le dije que nos habíamos perdido un gran abogado, pero que aún estábamos a tiempo. Le pagué. Y antes de bajar me dijo:
“sabes pibe, cuando escucho Zaffaroni es música para mis oídos''.
Hermoso cierre de semana. Y desde ya, renovadas ganas de volver a Malandras.

sábado, 20 de septiembre de 2014

JUECES QUE GARANTIZAN EL PREJUICIO

(Nota del Editor: Esta es la primera -y no sé si será la última- historia real en "Malandras". Esperamos con ansias que sea leída en el conurbano bonaerense)

Por Fernando Gauna Alsina

Edgardo cumple una condena de diez años de prisión. Un Fiscal lo llevó a juicio por la comisión de los delitos de robo agravado, portación ilegal de un arma de fuego y encubrimiento. No conozco en profundidad su caso. Pero su sentencia quedó firme. Por lo que debo presumir –al menos eso me dice la ley– que en algún momento robó, tuvo un arma y ocultó objetos que otro había obtenido en un hecho ilícito.

Edgardo lleva un poco más de siete años viviendo en prisión. Aunque siempre me enseñaron que las personas privadas de su libertad –y de tantas otras cosas más– no viven, sino que se “alojan” en prisión. Aún recuerdo la redacción de mi primer telegrama dirigido al director de un complejo penitenciario pidiendo el traslado de una persona detenida. Tuve que escribir “alojado en la unidad a su cargo”. Qué se yo. Tal vez no exista una palabra más apropiada, pero alojado significa hospedado. Y todos sabemos bien que los presos están muy lejos de ser huéspedes.  

Edgardo tiene un hijo. Creo que de siete años. Y está casado con Analía. No sé cuándo la conoció. Me refiero a si lo hizo antes o después de quedar encerrado. Pero en cualquier caso, imagino que el encarcelamiento debe haber hecho las cosas más difíciles. Y digo imagino, porque nunca puse un pie en una prisión. En más de diez años de trabajo en el Poder Judicial jamás tuve que hacerlo. Tampoco mis compañeros. Y no he visto que lo hayan hecho muchos de los funcionarios y jueces del fuero en el que trabajé. Qué curioso. Enviamos gente a la cárcel y decidimos cuánto tiempo deben permanecer ahí –pues de eso se trata la pena– pero nadie nos exige conocerla. 

Analía es abogada. Su abogada. No la conozco personalmente, pero me consta que es aguerrida y que no claudica. Nos pidió ayuda en su caso. Porque también es suyo. La ley dice que la pena no debe trascender a la persona del “delincuente”, pero lo hace. Si no pregunten cuán humillante y vejatorio puede ser una requisa, o cuánto duele saber –y espero aquí no perder su atención– que un ser querido pasará sus días en un lugar donde abundan las privaciones y nada podrá hacer por reparar cualquier ofensa o daño que haya causado a una víctima. 

Edgardo había reunido los requisitos que exigía la ley y solicitó ejercer su derecho a salir transitoriamente. Pero los jueces de la Sala I de la Cámara de Garantías de Lomas de Zamora dijeron que no. En ese entonces era procesado –su condena no estaba firme– y la ley sólo preveía ese derecho para los condenados. Y es cierto. Aunque esa misma ley –en rigor, la más importante de todas– también establece que la cárceles serán sanas y limpias. Y yo no soy juez. Y tampoco puse un pie en una prisión. Ya lo dije. Pero a esta altura, es una verdad de Perogrullo, y perdonen mi francés, que en cualquier unidad penal la cucaracha más pequeña te pide upa

Estaban desconcertados. Si la vida en la cárcel era la misma –la que lleva un procesado y un condenado– qué razón tendrían los jueces para aferrarse a una categoría legal. ¡A una falacia sin anclaje en la práctica!

Con todo, no perdieron las esperanzas. Si ése era el obstáculo, sólo debían hacer lo (im)posible por quitar esa etiqueta; esa venda –que como cualquier otra imagen de la justicia– impedía que la mirada de los jueces rebasara una de las tantas ficciones que establecía la ley.

Así que sin dudarlo, desistieron de su derecho al recurso y dejaron la sentencia firme. Yo hubiese hecho lo mismo. Difícilmente –por no decir nunca– un juez hubiere revocado una condena a diez años, que llevaba a cuestas a una persona cumpliendo la pena hacía siete. Y digo cumpliendo, porque el encarcelamiento preventivo, más allá de cualquier tecnicismo, no es más que un adelanto de la pena.

En fin, a pesar de todo, es decir, luego de haber resignado un derecho convencional y constitucional –como lo es aquél que prevé que otro Tribunal revise una sentencia condenatoria– y, lo que es más grave aún, por la sola razón de tener que consentir un capricho –o en rigor, una arbitrariedad– de parte de estos distinguidísimos integrantes del Poder Judicial; volvieron a recibir una respuesta desfavorable.

Aunque ahora sí debo darles la derecha a estos jueces –la izquierda no me lo habrían aceptado– y reconocer que se quitaron las vendas o, en verdad, las máscaras.

Dijeron que Edgardo era reincidente, que había vulnerado en el pasado una libertad condicional y que, por ende, no tenían garantías de que vuelva a respetar y honrar la ley. Y es cierto, había sido declarado reincidente y –también–  vulnerado su libertad condicional.

Pero lo curioso aquí –y en esto no se detuvieron los jueces– es que eso había ocurrido hacía más de siete años y constituido una de las razones por las que había vuelto a prisión. Actualmente, insisto, reunía los requisitos que exigía la ley, entre éstos, el aval del Servicio Penitenciario –supuesto que no ocurría muy a menudo– y pretendía “reintegrarse a la sociedad” y volver a compartir –por qué no– tiempo con su familia.

¿Acaso no saben estos hombres de derecho que el ingreso a una prisión no despoja a las personas –o por lo menos no debería hacerlo– de la protección de las leyes?

¿Acaso desconocen que la Constitución no se detiene en los muros de una cárcel y que las personas privadas de libertad siguen siento titulares de derechos?

Justamente, es eso lo deberían procurar los jueces, sobre todo si integran un tribunal que dice ser de garantías, antes que aferrarse a un prejuicio. Y digo prejuicio, porque lo que verdaderamente demuestra esta decisión es que, para algunos integrantes del servicio público de administración de justicia, las personas privadas de su libertad nunca –pero nunca– dejarán de ser “delincuentes”.

Edgardo Matías Nodar sigue en prisión. Aunque por suerte, está a la espera de una nueva resolución. Porque valga mi reconocimiento para los integrantes de la Sala Segunda de la Cámara de Casación Penal de la provincia de Buenos Aires –Carlos Alberto Mahiques y Fernando Luis María Mancini– quienes el 17 de julio pasado revocaron la decisión de los magistrados de Lomas de Zamora y devolvieron el caso a la Cámara de Garantías para que “por intermedio de jueces hábiles se dicte una nueva resolución ajustada a derecho”.

Han pasado casi dos meses. ¿Será que es difícil encontrar jueces hábiles en Lomas de Zamora?

jueves, 3 de julio de 2014

PASTA


Por Rafael Elia

El mito dice que lo clavó de una.
Así, sin pensar.
Volvió del comparendo y le metió el puntazo que le atravesó el hígado.

El tipo en la indagatoria había confesado el homicidio.
Y no como era común en la época, era una confesión sincera, destacaban.

Lo raro fue que le había echado la culpa a un empleado del juzgado.
Sin nombrarlo, claro, porque no lo conocía.
Sólo dijo que había fallado en su función.

Todos se volvieron locos los días siguientes intentando descifrar qué tenía que ver o cuál era el mensaje que quería dar.

Los testigos decían que el agresor y el agredido ranchaban juntos hace años. Que nunca hubieran imaginado una reacción así.

Eran como hermanos, dijo uno.

Años después, en el juicio, el tipo se había soltado a hablar y se descubrió la culpa del empleado.

Contó que había ido a un comparendo y había un pibe que estaba buscando documentación en unos sobres.
Y pudo ver la caja donde estaban guardados los efectos.
En un sobre marrón, se veía un nro. de causa, el nombre y apellido de su amigo fallecido y abajo decía: ”S/violación”.

Que no pudo soportar la traición de su amigo y la locura de los códigos y todo eso lo llevó al facazo.

Con el tiempo, supo que ese sobre estaba mal confeccionado. Que la causa de su amigo era un robo.
Que algún empleado había re-aprovechado el sobre de una causa vieja, por ahorro o comodidad.

Y si bien le agregó el nombre nuevo; se olvidó, sin querer, calculaba, de borrar el delito.

El tipo sigue en cana, decían entre risas, se va a pudrir ahí dentro.
Y todo por ese pibe que puso mal el sobre.

La historia me la contaron la segunda o tercera vez que fui a hacer el archivo cuando entré a tribunales.
Durante un tiempo me la creí. Después ya no.

Había algo atrás.

Meter las cosas en un sobre prolijo, escribir bien un recibo, tener simétricamente apiladas las causas, vaciar la panera y estar bien afeitados.

Eso era lo importante…

sábado, 24 de mayo de 2014

Carlitos y la (in)seguridad

Por Sandra Saidman

Debió levantarse muy temprano ese día. La audiencia era a las 7,30 hs. Mientras se preparaba unos mates pensaba qué se pondría para ir. Hacía calor y una remera hubiera sido lo ideal. La más nueva era la del “Che”, la que su hermana le había traído de Cuba. Se decidió por la camisa que tenía, iba a estar más presentable. Se apuró y le pasó la plancha, se puso un jean, zapatillas y salió. No conocía ese lugar, era la primera vez que iba a un juicio. Se preguntaba si sería como en las películas.

Carlitos era buen pibe, criado en un barrio de laburantes, era el menor de tres hermanos. Su vieja había muerto cuando era chico, su padre nunca les dio mucho artículo. Junto a sus hermanos, había sido criado con el abuelo, una tía y un tío hermanos de su madre.

El abuelo de Carlitos había sido socialista, jugaba al ajedrez y leía mucho. Su casa era la casa de Carlitos y sus hermanos. Ahí encontraban la familia que su viejo no pudo sostener cuando murió su mamá. El tío de Carlitos era comunista. Todavía recordaba las discusiones del abuelo y él.

Ya habían pasado más de quince años desde la muerte de su abuelo pero todavía lo extrañaba. Y a pesar de tener casi treinta, no podía ordenarse, hacía poco había conseguido un trabajo estable. En un tiempo había ido al sur a trabajar, allá ganaba bien. En unos meses se había podido comprar ropa y hasta una computadora, pero volvió. Extrañaba el Chaco.

De su abuelo le quedó grabado: “nosotros no somos más que nadie y tampoco menos que nadie”. Él les había enseñado humildad y solidaridad, pero también todos tuvieron claro las diferencias sociales. A pesar de tener ya treinta, todavía en la familia le decían Carlitos. Había sido el consentido del abuelo y así no se le exigió nada, ni siquiera que terminara el secundario.

Su vuelta del sur cansó a los tíos. Decidieron suspenderle la ayuda y dejar que Carlitos al fin madurara y comenzara a resolver su vida. Consiguió trabajo y una amiga le prestó una casa para que viviera ahí mientras se la terminaba de construir y de paso la cuidara.

Allí estaba esa mañana, en el patio trasero. Había colgada con alambres una media-sombra entre la entrada de la casa y ese patio; él estaba sentado detrás, a un costado. En un momento vio a dos pibes, de esos que andan ofreciendo bolsas de basura, de diecisiete o dieciocho años más o menos; los observaba callado mientras seguía tomando mate. Enseguida se dio cuenta de que no lo habían visto.

Los chicos se detuvieron frente al portón, miraban hacia dentro; uno comenzó a trepar el portón, el otro vigilaba. Carlitos agarró una tabla que tenía a mano y la golpeó fuertemente sobre un tacho lleno de agua; provocó un estruendo, el pibe que ya estaba arriba de la reja se asustó y se subió al muro del vecino, todo sucedió en segundos. Cuando ya estaba trepado al muro se escuchó un disparo y el chico cayó. El vecino lo había matado.

Había pasado más de un año desde ese día y todavía no encontraba muchas respuestas. Todavía pensaba qué tipo de persona tenía un arma preparada para disparar en su casa; qué tipo de persona podía matar por esa razón a alguien si con un grito hubiera bastado para que los dos pibes salieran a correr. Todavía no entendía qué había pensado ese hombre que podía hacerle un pibe pobre, flaco y tonto que andaba vendiendo bolsas y de paso, a “la caza” de algo. Todo le seguía pareciendo irreal y sentía mucha pena.

Era una vida, una vida joven terminada por una reacción desmesurada de un tipo de esos para los cuáles una cartera vale más que una vida. Se preguntaba si el tipo no sabía que los pibes nacen buenos; si no entendía que por algo salen a robar. Siempre se respondía lo mismo: no hace falta sufrir privaciones, hace falta ponerse en el lugar del otro y comprender que las diferencias son las que llevan a los pibes al delito y como le decía su tío, en un sistema injusto, siempre pierden los mismos.

No podía sacarse la imagen del chico caído en el suelo, sangrando; se veía él que tantas veces había hecho desastres en el barrio; no de malo, no por delincuente, por pendejo no más.

Ahora un tipo de traje le preguntaba si juraba decir verdad....


jueves, 15 de mayo de 2014

H.M, historias, como tantas otras.


Por Sandra Saidman
(Agregado del Editor: 
jueza excepcional, amiga y compañera 
en la empresa reductora del poder punitivo)


Al avisarme de la detención, el oficial a cargo me informó que el muchacho, de 20 años, vivía en Corrientes, que había venido a ver a su madre por el fin de semana, que había provocado desórdenes en la casa y que al ingresar el personal policial le sacaron una soga con la que, aparentemente, había intentado suicidarse colgándose de un árbol en el patio. Que estaba “descontrolado”, “muy agresivo”; que la madre les había dicho que siempre hacía estos problemas cuando venía de visita. “El muchacho no es normal” dijo el oficial. 

En la provincia no se cuenta con equipos de salud mental que acudan ante estos hechos urgentes y la única respuesta que da el Estado es el Código de Faltas y una celda de comisaría. Era ya de noche, se dispuso que a primera hora de la mañana lo trajeran al juzgado.

A la mañana siguiente, lo primero que me dijo al entrar, mientras giraba la cabeza observando la oficina fue:”¡qué lindo lugar señora!”. Le pregunté como lo había tratado la policía, me dijo que bien, que había conversado mucho con ellos pero que tenía hambre, no había comido nada el día anterior. Le dimos pan y mientras comía, tomamos unos mates y conversamos.

No terminó la escuela primaria, noté que era inmaduro para su edad; había sido detenido en otras dos oportunidades, pero “por falta no más”. Me dijo que estaba viviendo con una tía en Corrientes y que allí trabajaba en una cooperativa. Que venía los fines de semana a ver a su mamá y a sus hermanos porque los extrañaba.

Sobre el hecho de la noche anterior dijo que no era cierto de que se haya querido matar, que con esa soga había querido atar al perro que le había comido el “guisito” que estaba preparando con fuego para su mamá y sus hermanitos y que se había enojado por eso, nada más.

Era verborrágico, me contó que tiene 7 hermanos; que 4 ya son grandes, que casi no los ve y que los otros 3, dos nenas de 12 y 8 y el más chico de 6 viven con su mamá. Y que su mamá también cuida al hijo de una de sus hermanas porque ella está juntada con un hombre que no quiere al nene. Que al venir el día anterior de Corrientes no había encontrado a su mamá en la casita; que fue a buscarla a la casa del padrastro y que cuando llegó, desde la vereda, escuchó que su hermanita de 12 lloraba; que entró rápido y que se la encontró desesperada escapando de su padrastro. Que la agarró, la sacó de ahí y fueron hasta la casa de su mamá, que para ese entonces ya había regresado.

Le pregunté si le había contado el hecho a su mamá; me dijo que si, pero también que esta era una “historia vieja”. Que ya “el juzgado le había sacado sus tres hermanos” a su mamá. Y después de estar viviendo los chicos en 2 hogares, durante más de un año, “el juzgado se los devolvió” sólo cuando su mamá dejó al padrastro.

“Lo que pasa señora es que él le ayuda con plata a mi mamá”; ella cobra un plan y trabaja en una casa pero paga el alquiler del terrenito donde está el rancho y no le alcanza. “Mi mamá nunca pudo vivir feliz” dijo, se le cayeron unas lágrimas, se las secó con al buzo que tenía en la mano. Me contó que su mamá antes “trabajaba por la plata” y que ahora ya no hace eso porque está cansada. Que todas las parejas que tuvo siempre le pegaron y a ellos también; que le sacaban la plata que ganaba y que ellos siempre “la pasaron mal viendo así a su mamá”, que tuvieron muchas veces hambre y muchos días durmieron “de prestado”.

Los ocho hermanos tienen el apellido de la mamá.

Muy entusiasmado me contó que la madre lo había ido a ver a la comisaría a la noche y que le dijo que se iba a ir con él y sus hermanitos a Corrientes. Preguntó cuando iba salir; le contenté que inmediatamente. Se puso contento y se entusiasmó aún más, tenía que ir pronto a Corrientes a buscar un lugar para que viviera su mamá, sus tres hermanos y su sobrinito.

Son historias, como tantas otras, historias de una vulnerabilidad extrema. Historias que son absorvidas por el sistema judicial que queda perplejo e impotente ante semejante desprotección.

H.M es un pibe honesto, es buena gente. Es sensible y está profundamente comprometido con su familia; quiere algo mejor para su mamá y sus hermanos. Viene de una familia vapuleada por la marginalidad, por la desprotección absoluta y la única respuesta que le viene a dar ahora el mismo Estado que abandonó ya a su madre, es una causa judicial. Es sencillamente una ironía, una respuesta desproporcional y que en nada puede contribuir a mejorar la situación de H.M y su familia.

Historias......

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  Por Mariano H. Gutiérrez Nacho no le quería blanquear a su mamá que ya no soportaba más y había dejado el trabajo. Un trabajo de mier...